09 julio 2006

El don

Gumersindo Cantalapiedra tenía un don especial. Ya desde muy pequeño, charlando con los pastores en el pueblo, todos se dieron cuenta de que aquel chaval poseía un toque divino.

-Mañana habrá una tormenta en el valle, será mejor que no saquéis a pastar a las ovejas -vaticinaba en tono serio ante los parroquianos del bar.
-¡Vamos, zagal! Mañana no va a llover -contestaba alguno de los pastores mientras apuraba el último chato de la tarde-. A ver si vas a saber tú más que nosotros... -sentenciaba riendo.

Al día siguiente, cuando los pastores estaban recontando sus nerviosas ovejas, se acordaban del pequeño Gumersindo y se lanzaban miradas cargadas de temor y de duda.

Con el tiempo los habitantes del pueblo fueron confiando en las predicciones de Gumersindo hasta tal punto que nada era decidido sin consultar antes su opinión. Sin embargo, Gumersindo no tenía respuestas para todas las preguntas.

En ocasiones sabía que el correo se iba a retrasar un par de días o que Julia, la tendera, tendría una niña en marzo. Pero era incapaz de adivinar el resultado de un partido de la selección o de acertar el número de la lotería. Era un don caprichoso el de Gumersindo, que solo le permitía adelantarse a hechos tan azarosos como intrascendentes.

Debido a esta peculiaridad, las gentes del pueblo se tuvieron que acostumbrar únicamente a escucharlo en vez de a interrogarle. Gumersindo realizaba sus predicciones en el bar, de tarde en tarde. Y los parroquianos se las transmitían después a los vecinos si la noticia del día era de interés.

Así fue creciendo Gumersindo en aquel pueblo que lo había acabado por aceptar como una curiosidad sin importancia, gastando sus días en los libros que le prestaba el alcalde y en el ejercicio, a ratos, de su papel de adivino casual.

Cuando cumplió los dieciocho años, Gumersindo se mudó a la capital. El día de su partida, nadie dudaba de que alcanzaría algún cargo importante en el Ministerio. Con sus habilidades para pronosticar el tiempo y su desmedida pasión por la lectura su destino estaba predicho.



Los primeros años en la capital fueron difíciles para él. Ya nunca transmitía sus visiones en voz alta por miedo a sentirse rechazado. Trabajaba descargando camiones de fruta en el mercado desde la madrugada y consumía las tardes leyendo cualquier libro que pudiese conseguir en el mercadillo de los domingos. No había vuelto al pueblo desde su partida, aunque la correspondencia mensual con sus padres le mantenía al corriente de los sucesos que acaecían allí.

Su madre le contaba que todos le echaban de menos. "Sobre a todo a tus predicciones", añadía con un mal disimulado rencor. Su padre le explicaba los progresos que había hecho en el campo, plantando una variedad de trigo que resistía mejor las lluvias y que crecía con más ímpetu. Ambos le incluían noticias de soslayo según su punto de vista. "Julita va a tener otro niño", decía la madre. "Perico aseguró en el bar que esta temporada que va a cazar más de cuarenta perdices", aportaba el padre.

Gumersindo sabía que sus padres esperaban que les hiciese llegar algún vaticinio. Sin embargo, desde que estaba en la capital, sus visiones habían trasladado su interés hacia la cercanía de lo cotidiano. Se descubría sabiendo que el lunes la panadera no abriría la tienda. O que el jefe le subiría el sueldo a final de mes. Pero había dejado de prever lo que iba a pasar en el pueblo.

Los años fueron pasando veloces. Gumersindo consiguió un puesto como contable en una empresa de encurtidos, lo que le permitió disponer de algún dinero para sus gastos. Formó un grupo de amigos, la mayoría compañeros de trabajo, con los que disfrutaba de la ciudad en las cálidas tardes de estío y en las cortantes noches de invierno.

Conforme la confianza se fue fraguando, la lengua de Gumersindo fue desatando los nudos que la habían retenido durante tanto tiempo. Un día, sentados en la terraza de un chiringuito, con unas cervezas frías en la mesa, Gumersindo se sorprendió pensando en voz alta.

-Este fin de semana explotará una tubería. En la calle Granados.

Los demás lo miraron extrañados. Como si aquella frase fuese una clase de broma que no entendían. Aquella tarde Gumersindo les contó de su extraño don, de las predicciones a las que tanto acostumbraba en el pueblo y de su infalible cumplimiento.

Al principio todos lo tomaron por un pueblerino, excluyéndole sin reparos de las conversaciones del grupo. Pero el fin de semana comenzaron a tomarlo en serio. Así es como Gumersindo volvió a tener su grupo de parroquianos. A los que contar las raras visiones que lo asaltaban mientras paseaba por el parque o cuando estaba sentado en la cama quitándose los zapatos.

Gumersindo nunca se casó. De hecho, nunca salió con mujer alguna. "Demasiado raro para estar a su lado", decían algunos de sus amigos. Para cuando el resto de la pandilla había comprado una casa en el campo y paseaba a sus bebés por el parque los domingos por la mañana, Gumersindo seguía viviendo en aquella pequeña buhardilla, tan solo acompañado por una cada vez más inmensa montaña de libros.

Mientras tanto, el trabajo seguía siendo una fuente de recompensas inesperadas. La prosperidad de la compañía lo llevó a ocupar un importante cargo en la sección de ultramarinos. Cada día tenía que levantarse un poco antes para cumplir sus obligaciones y volvía a casa un poco más tarde, atareado con encargos de última hora. La rutina y la vida solitaria fueron haciendo de Gumersindo un conocido de todos y un amigo de nadie. Y los vaticinios volvieron a caer en el silencio.

A sus cuarenta años, Gumersindo fumaba un cigarro en la terraza mientras observaba el fluir de gentes y automóviles abajo en la calle. "Si ese coche negro para en el portal de la esquina y deja a una chica, esta será la última noche que vean mis ojos". La predicción lo sorprendió como tantas otras. Solo que esta vez había mucho en juego.

Siguió la trayectoria del coche con los nervios de punta, deseando que decidiese pasar de largo, que se olvidase de aquella tentadora esquina. Cuando advirtió la pérdida de velocidad su corazón estuvo a punto de salir por la boca. Y cuando la puerta se abrió delante del portal y vio a aquella jovencita despidiéndose del conductor con un beso al aire tuvo que sentarse para no caer fulminado en ese mismo momento.

El cigarro se consumió quemando sus dedos. Gumersindo lo soltó agitando la mano. Era su última noche. Nunca se había planteado que querría hacer en su última noche. Estuvo divagando un buen rato mientras paseaba su mirada por el cielo estrellado. Cuanto más pensaba, más cervezas bebía. Y cuanto más cervezas bebía más modorra le entraba. Al final se quedó dormido de madrugada, tendido en aquella hamaca que tantas noches lo había soportado.

Cuando Gumersindo se levantó a la mañana siguiente, en seguida se dio cuenta de que se había quedado ciego.

12 comentarios:

Shh... dijo...

Y a mí que me habías convencido de que Gumersindo la palmaba...
Me encantó la historia!!!
Un besazo

ORACLE dijo...

parece como si a gumersindo le hubiera caido una reprimenda por querer "ver" más de lo que le pertocaba.

Sortilegio dijo...

Muy Bonito, me ha gustado mucho!! Pobre Gumersindo, al final se queda solo y ciego :o(

isterica dijo...

Pues va a ser que Gumersindo va a tener que volver al pueblo. Y a ser conocido por menos y amigo de más. Así los vaticinios los podrá contar a la gente que realmente le importe él y no su don.

Anónimo dijo...

... en este mundo cuando crees que algo sabes te sueles dar cuenta de lo ciego que estás.

Que sepa que dió en el clavo con esa pieza de ese musical

Anónimo dijo...

Desde luego hay muchas maneras de quedarse ciego... ¿cuál de ellas es?
Y desde luego hay otras muchas formas diferentes de ver...
Un beso con los ojos abiertos, dorian.
Mamen

Para, creo que voy a vomitar dijo...

Pero seguirá viendo premoniciones en su cabeza, ¿verdad?

Graciah Pow!!!! Se todo lo malo que puedas!!! ;)

Un beso.

Pow dijo...

Pues sepa, señor Nostak, que a mí usted me evocó un Vapor de sinsentidos irresoluble ;-)
No sabe cuanto me alegra acertar.

Mamen, siempre pensé que los cuentos debían tener un final abierto. Me parece injusto que el escritor lo explique todo. Así que deberás ser tú la que elijas la manera.

Para, délo por echo. Se le echará de menos...

Beatriz Valenzuela dijo...

mmmmm, pensarè en la metàfora de esta historia...

Azena dijo...

Estas son las cosas que me hacen quedarme aquí y volver una y otra vez a ver si hay más. Me encantó la historia, me encantó el final y me encantó la foto. ¡Qué valle tan bonito! Siempre temí la ceguera como el peor de los males, ahora temo más al dolor... Besos.

Bito dijo...

Que bueno Dorian!!! me ha enganchado desde el principio, estupenda la narración.

Eso sí ¿porque esté ciego no deja de tener el don? ¿verdad? debería haberse quedado en el pueblo, donde hubiera sido más feliz. Seguro.

Anónimo dijo...

Sí, al menos el pueblo es precioso.