06 septiembre 2005

Proyecto Hombre

Trabajé durante más de dos años en un centro de rehabilitación para toxicómanos. Lo que empezó como una colaboración para convalidar la objeción de conciencia continuó como un agradable voluntariado. Lo dejé cuando me trasladé definitivamente a Barcelona.

El proceso de tratamiento pasaba por tres fases consecutivas que podían recorrese en ambos sentidos según fuese el avance del paciente. Comenzaba por la acogida, seguía por la rehabilitación y terminaba con la reinserción. Desarrollé, junto con Stephen y otros compañeros, un sistema informático que gestionaba todos estos movimientos.

En alguna ocasión cedí a la tentación de husmear en las fichas personales. Lo hice mientras encontraba trabajadores en activo del propio centro y personajes relevantes de la vida social. Lo dejé cuando encontré a un antiguo compañero de colegio.

Como todos los novatos recibí mi bautismo de manos de la monja que administraba la metadona. Al llegar te servían un vaso de zumo de naranja con mezcla. No me explico qué gracia le encontraban a aquello, pero era un ritual ineludible. La metadona, diluida en zumo, no tiene ningún sabor, pero podrían tener la deferencia de preguntar si quieres probar una droga antes de engañarte. Quizá lo que buscaban era nuevos clientes...

Nuestro contacto con los pacientes era escaso porque solo trabajábamos en la sala de administración. Sin embargo, una vez al año los voluntarios compartíamos mesa en la comida con los internos. Era una experiencia extraña y en muchas ocasiones desesperanzadora. Reconocías con claridad al que estaba desenganchándose y al que estaba volviendo a engancharse.

Allí conocí a dos personas a las que guardo un cariño especial y un contacto esporádico. Son unas personas comprometidas y desinteresadas. Me han guardado en su corazón a lo largo de los años. Siempre que nos encontramos seguimos besándonos con cariño. De hecho ésta es una costumbre que ni siquiera tengo con mis amigos, pero con ellos es familiar.

Aquella experiencia me cubrió de una espesa capa de indiferencia ante la tragedia ajena que es complicado vulnerar.

5 comentarios:

elmasmalo dijo...

Te doy la enhorabuena por que tu objeción fuese útil a la gente, y te aplaudo por continuar con tu labor. A veces, los que tenemos la fortuna de tener una vida más o menos estable, deberíamos pararnos y mirar a nuestro alrededor. Ahí, al lado de nuestra casa está la gente con problemas de verdad, muy diferentes a los nuestros.
Buen post Gray...

Raist dijo...

Mis experiencias muy puntuales de este tipo (deficientes y locos) siempre te dejan con el cuerpo extraño y unas ganas tremendas de colaborar.

Pero como dice elmasmalo, al final mi propia rutina me come y acabo olvidándome de ello y centrándome en mi propia vida.

Debería encontrar un par de huecos más en mi vida para la solidaridad (propósito de enmienda para el curso que comienza).

Prich dijo...

Reconozco que las buenas y solidarias ideas de la adolescencia se me perdieron por el camino a la madurez

Anónimo dijo...

El voluntario es parte activa de mi vida a veces hasta me pregunto si tengo otra.

Pero lo cierto es que lejos de endurecerme creo que me ha servido apra aumentar cosas comio la sensibilidad, la ternura, la comprensión y la empatía.

Todo el mundo debería pasar por una experiencia así al menso una vez en su vida.

Isthar dijo...

Hay cosas que inevitablemente nos cambian la perspectiva.

Espero que la capa de indiferencia sea sólo superficial...