Un año de vida. Saberlo le hacía sentirse ya muerto. Impotente ante los azares del destino, olvidado ya del mundo.
Se levantó de la cama poniendo cuidado en apoyar primero el pie derecho en el suelo. Era una superstición adquirida de la que no podía liberarse. Sentado en la cama, con las gafas aún reposando en la mesilla, pensó que no tenía sentido invocar a la buena suerte en adelante. Su ruta había quedado establecida.
Caminó hasta el baño con los ojos medio cerrados, manoteando de tanto en tanto la pared para no tropezar. Vomitó de rodillas con el cuello apoyado sobre la taza, expulsando sangre y vida en monótona rutina. El golpeo del agua de la ducha lo fue despertando despacio. Las expectativas, las ilusiones y los planes se perdían con el agua y las lágrimas por el desagüe.
En la cocina, todavía con el húmedo albornoz envolviéndole, se preparó un café. Mientras la presión de la cafetera alcanzaba su punto de servicio, fumó con la mirada ausente. Quemaba sus esperanzas, revoloteaban con el humo hacia el techo. Volutas que desaparecían en un instante. El seco sonido de la cafetera lo devolvió a la conciencia. Bebió el café de pie, apoyado contra la barra de conglomerado. El negro líquido expandía las tinieblas a través de su cuerpo en descomposición.
Colgó el albornoz en el baño y retomó el camino hasta la habitación. La vulnerabilidad de su cuerpo desnudo lo estremecía. Sacó la ropa del armario y se sentó en la cama. Un violento ataque de tos lo retuvo doblado unos minutos sobre sí mismo. La salud lo abandonaba en cada expectoración. Recuperó la compostura sin abrir los ojos, explorando el interior de su cuerpo en busca de síntomas de tregua. Se vistió despacio, cubriendo con suavidad las grietas de su espíritu quebrado.
Un tercer paseo por el pasillo lo llevó hasta la puerta de la calle. Aún no había abierto la boca. Ensayó un fingido saludo, para ver cómo sonaba. Las palabras recitadas con cuidado sabían enmascarar su ánimo. Aspiró hondo con un dolor esperado. Reunió sus dispersas fuerzas. Cogió las llaves de la cómoda. Las miró con atención, tratando de reconocerlas. Un manojo insignificante de recuerdos huidizos.
Cuando cerró la puerta ya se había transmutado salvajemente en el hijo, hermano y tío al que esperaban otras personas.
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4 comentarios:
Todos tenemos la fecha de caducidad impresa en algún sitio...
Hay días en que cuesta mucho, mucho, salir de casa, incluso levantarse.
Ojalá el día que muera sea sin previo aviso, para no tener esa conciencia de que la vida se me escapa en cada sorbo...
¿Visita a mamá, no? Jijiji...
P.D. Deberías dejar de fumar.
Besos!
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