22 julio 2005

El taller del señor Otto

Cada mañana, a las siete y cuarenta y cinco, el señor Otto atravesaba el puente que unía su casa con el taller. Siete días a la semana revisaba minuciosamente sus herramientas antes de darle la vuelta al cartel que colgaba de la puerta de madera labrada. Mientras esperaba el primer cliente, estudiaba los artefactos que se desperdigaban por cualquier sitio del desordenado salón. Fumaba despacio su pipa embelesado ante la sencillez de una abacocaba o se sentaba para perderse en el fantasmal paisaje de su marcoram. El tiempo nunca invadía aquellos olvidados momentos.
-¡Buenos días, señor Otto! -saludó con energía Anna.
-Vaya, buenos días, Anna, ¿qué te trae por aquí? -contestó el señor Otto mientras se incorporaba.
-Quería que me fabricase una cosa, pero no sé cómo se llama -explicó Anna con un mohín-. La soñé hace tiempo y no he podido sacármela de la cabeza.
-Bueno, explícame lo que soñaste y te prometo hacerlo realidad -dijo Otto con calma.
-Se trata de un tipo de cofre o una urna, no sé bien -comenzó Anna distraída-, es una máquina para depositar ilusiones...
-Ya entiendo, ¿y qué hacen dentro las ilusiones? -preguntó Otto frunciendo el ceño.
-En realidad esto ya no lo sé, en mi sueño su función acababa ahí.
-De acuerdo, no te preocupes. Yo encontraré una utilidad para esas ilusiones almacenadas. Vete tranquila.

Cuando Anna se hubo marchado, el señor Otto se puso a rebuscar entre todos sus cachivaches. No sabía muy bien lo que quería encontrar, pero sabía que estaría ahí. Revolvió la pila de sacocas, examinó su colección de rocasacor y vació los estantes esperando dar con su añorado pipapip. Una vez que hubo reunido un número suficiente de objetos dispares, apartó de la mesa el encargo de la señora de Issí y colocó sin cuidado cada uno de sus hallazgos.

La hora de cierre había pasado hace mucho rato, pero el señor Otto seguía inclinado sobre la mesa, uniendo unos objetos con otros para componer grotescas figuras de todos los materiales. Al final decidió que no iba a conseguir nada de esa manera. Así que quitó todas las cosas de la mesa y colocó un trozo de arbollobra cuadrado en el centro. Eligió sus herramientas preferidas y talló el brusco tronco sin seguir ninguna norma. Cuando quedó satisfecho con la forma que había creado, trazó en un papel los minuciosos planos que daría vida al invento. Diseñó con esmero cada engranaje, precisó los elementos hasta el menor de los detalles y siguió sus propias instrucciones para ensamblar un mecanismo perfecto.

Una vez que hubo terminado, contempló el aparato con satisfacción y decidió ponerle un nombre. Se llamará cajajac, pensó. Sin embargo, cuando trató de poner en marcha el cajajac descubrió que no funcionaba. Sintió una decepción tremenda por todo el trabajo y cariño que había puesto en el proyecto. Revisó los planos, desmontó cada pieza, limpió las pequeñas rendijas y el cajajac seguía sin funcionar.

Ya bien entrada la noche decidió darse por vencido y volvió a su casa con la cabeza baja. Durmió mal esa noche, pero a las siete y cuarenta y cinco de la mañana siguiente cruzó de nuevo el puente camino de su taller. Anna lo esperaba en la puerta sin poder disimular una esperanzada sonrisa.

-Buenos días, señor Otto -exclamó- no he podido resistirme y he venido a primera hora a recoger mi encargo.

El señor Otto le devolvió triste los buenos días y abrió pesadamente el taller. En la mesa, cubierto de terciopelo rojo, había un bulto cuadrado que destacaba impoluto sobre el deteriorado mobiliario.

-Tengo una mala noticia, Anna -susurró el señor Otto-. Construí tu cajajac, pero no he sido capaz de hacerlo funcionar.
- ¡Oh!, da igual, señor Otto ¡Enséñemelo! Me muero de ganas de verlo -casi chilló emocionada Anna.
-Está bien -accedió el señor Otto mientras retiraba la suave tela.

Cuando Anna admiró el cajajac abrió los ojos exageradamente y se llevó las manos a la cara encantada. Conforme se acercaba despacio a la mesa una música tenue comenzó a romper el silencio del taller. El cajajac estaba tocando.

Nota. Este cuento no es mío, en realidad es de otra persona. Pero le pedí permiso para publicarlo y me lo dió... Gracias!

8 comentarios:

Anónimo dijo...

Gracias por construir para mí un "cajacaj". Siempre lo llevaré conmigo.

A los demás, no hagáis caso a la nota, Pow es tan generoso que considera que el cuento no es suyo porque lo escribió para regalármelo. He tenido que convencerlo para que lo publique.

susej dijo...

Jop, me encanta.
Se nota que quien lo escribe y quien lo inspira, son grandísimas personas.

Y que sepaís que con mi imaginación lo he visualizado como si fuera uno de esos cuentos que narraban en una serie de Jim Henson que echaron hace muchos años y salían actores famosos.

Prich dijo...

Me ha gustado. Me lo imagino en la ciudad de Praga, con el protagonista cruzando el puente de Carlos IV, que curiosamente fue construido por un tal Maestro Otto.

Anónimo dijo...

Es importante no perder la ilusión nunca. Sólo ilusión se necesita para que suene la música. Pero ¿qué pasa cuando cada vez en más frágil, cuando cada vez cuesta más esfuerzo mantenerla? ¿Alguien me presta su caja?

Un beso

Anónimo dijo...

No le hagáis caso a ninguno. El cuento lo escribí yo.
;-)

Pow dijo...

Aniku, hace poco hablaba con una buena amiga de toboganes y montañas rusas...
Busca tu tobogán favorito. Quizá la escalera se te haga dura de subir, pero te aseguro que el aire en la cara cuando has conseguido llegar arriba sienta fenomenal!
Y después de disfrutar de la bajada, otra vez peldaño a peldaño a recuperar la ilusión perdida.

susej dijo...

:)


(Tenía que ponerla)

Isthar dijo...

Me ha encantado, es un cuento precioso :)


Anna, Otto, ¿por qué me sonarán esos dos nombres? ;)