Traumático. Conducir como un loco a las cuatro de la madrugada con tu hija muerta en brazos de tu mujer y la policía persiguiéndote. Que la reanimen y la vuelvas a perder en solo un par de horas.
Muerte súbita. Tras largas discusiones forenses y la participación de tus hermanos médicos el diagnóstico es tan estúpido como desolador. Sobran los calificativos para la muerte.
Desmoronándose por turno. De manera que siempre haya algún hombro en el que descansar las lágrimas. Una macabra cadena de entereza y desconsuelo. Un lío de castillos de arena reconstruidos. Silencios y sollozos, a partes iguales.
El silencio. No se puede decir nada. El hombre no puede explicar lo que no entiende. Ni siquiera el sacerdote acierta a comedir su ignorancia. Un despropósito. Querer y no saber. Impotencia sin medida.
Inolvidable. Insuperable. Algo con lo que se puede aprender a vivir, eso es todo.
Inimaginable. Lo que ha sentido esa madre abrazada al ataúd de su hija durante toda la ceremonia. Sin fuerzas para tenerse. Desparramada en la pérdida.
Frases estúpidas. Que no dicen nada. Emitidas para romper ese silencio que lo engloba todo. Apretar la mandíbula con fuerza para que la rabia no escape iracunda.
Y mi cuñado fuera. La única persona que me consuela. Que sabe darme la tranquilidad necesaria para superar cualquier barrera. En el sur. Él y su trabajo.
Nunca había participado de un sentimiento tan triste. Jamás vi a mi padre, a mi madre, a mi hermana, a mi ex-mujer, a mi familia tan desolados e impotentes. Por eso lo guardo en mi diario. Porque quiero tenerlo cerca de mí.
Porque Isabel no nos va a faltar nunca. Porque siempre la mantendremos viva. Y estará con nosotros en todos los momentos que vengan.