09 febrero 2008

Edad relativa


Me he convertido en un abuelo cebolleta. Eso dicen los jóvenes de mi trabajo. A menudo me piden que les cuente batallitas profesionales de tiempos pasados. En unos meses han desarrollado la percepción de que conozco la respuesta a cualquier pregunta y escuchan lo que les cuento como si asistiesen al seminario de un reputado gurú.

No me molesta su actitud, pero como tiendo a gruñir por costumbre, les explico que hace años que no coincido con buenos profesionales. Que la gente puede ser trabajadora y responsable, pero que escasean los cerebros brillantes. Supongo que parte de la culpa de esta situación puede achacarse a las propias empresas, empeñadas en promocionar al personal técnico hasta colocarlos en puestos de gestión que poco tienen que ver con sus verdaderas cualidades. En mi caso, tras tres degradaciones consecutivas, creo que por fin he conseguido colocarme en un cargo que desempeño con agrado y eficiencia.

Hace unos días hablábamos del destino que han elegido los que fueron las personas más brillantes de mi promoción en la universidad. Casi sin darme cuenta comencé a enumerar extranjeros asimilados a países lejanos. Un controlador de satélites ubicado en Alemania, un especialista en la semántica del lenguaje en la informática que trabaja en Suiza, un técnico de la comunicación a caballo entre Vancouver y Oporto, un teórico de las bases de datos afincado en Chicago...

Antes de que pudiese terminar, uno de mis compañeros me soltó de improviso: "¿Y tú qué coño haces aquí?"

Reconozco que me sentí halagado por aquella espontaneidad. Y asumo que sería capaz de emigrar a Estados Unidos para desarrollar mi potencial en alguna de las áreas por las que me siento interesado. No obstante, amo demasiado mi tiempo libre, mis costumbres y mi ciudad como para imponerme un sacrificio de tal calibre.

En el fondo para convertirse en un cerebro brillante hay que desprenderse de tal porcentaje de humanidad que desde mi punto de vista resulta un trueque inaceptable.

05 febrero 2008

¿Por qué se frotan las patitas?


Porque la vida es el momento.
Porque no existe la trascendencia.
Porque la estancia es tangencial.
Porque la esencia es efímera.
Porque la realidad es movimiento.
Porque el pensamiento discurre en pasado.
Y porque quieren, saben y pueden.

04 febrero 2008

Lo desconocido

La princesa está triste... ¿qué tendrá la princesa?
Los suspiros se escapan de su boca de fresa,
que ha perdido la risa, que ha perdido el color.
La princesa está pálida en su silla de oro,
está mudo el teclado de su clave sonoro
y en un vaso, olvidada, se desmaya una flor.


Hace unos días recordé la primera estrofa de la Sonatina sin proponérmelo. Es posible que hayan pasado más de quince años desde la última vez que la leí. ¿Qué otras secuencias indelebles aguardarán ocultas entre los pliegues de mi cerebro? ¿En qué momento decidirán volver a visitar mi conciencia?

Somos inexplicables, aunque nos cueste creerlo. Nuestro propio intelecto es incapaz de entenderse a sí mismo. Tal vez, al tratarse de un ejercicio reflexivo, esta imposibilidad nunca llegue a ser superada por falta de una mirada objetiva que sepa desentrañarla. En cualquier caso, la conciencia que cada persona posee de sí resulta un entramado de posibilidades tan vasto que parece inabarcable.

Poco sabemos de lo que somos y en el futuro dudo que podamos llegar a sabernos a ciegas. Porque en el momento en que sepamos explicarnos por completo, seremos incapaces de explicar el proceso que nos ha permitido alcanzar ese grado de entendimiento.

02 febrero 2008

El manantial de Raudamana

Hace cuatro meses presenté un relato a un concurso. Ayer el jurado olvidó incluir mi nombre en la lista de premiados. Debería haber asumido la vulgaridad de este cuento cuando mi hermana me dijo que solo había terminado de leerlo porque sabía que era mío.



El manantial de Raudamana

I



El sonido del hielo al quebrarse emite tonos metálicos.


Caminaba absorto por la vereda que ascendía en zigzag hacia el collado. El piolet, tan enjuto y astillado como él, ayudaba a disimular una cojera producida por años de caminatas mal dosificadas. La leve brisa que soplaba a través de la mañana invernal no traspasaba sus llamativas prendas de abrigo. Las gafas, tan en desuso en aquellos días, reflejaban medio empañadas los exiguos rayos de sol que asomaban aún tímidos.

Se negaba a emplear el motorizado equipo de desplazamiento que la compañía ponía su disposición. La montaña era para recorrerla despacio, llenándose con las irrepetibles sensaciones que proporcionaba un pausado paseo a pie. Esta clase de convicciones le proporcionaban cierta fama de anacoreta anacrónico entre sus compañeros, aunque su supervisor hacía la vista gorda en deferencia al impecable desempeño de sus funciones. No existía otro técnico capaz de detectar las imperfecciones del sistema con tanta precisión y diligencia.

Aún le quedaban dos horas para llegar a su destino.

El amor, si es que no es un concepto tan intangible como el de Dios, existe tan solo en la miseria.

La recordaba con tal nitidez que era capaz de reconstruir su presencia en la oscuridad de los inquietos duermevelas de la madrugada. A pesar de que hacía más de treinta años que la había perdido. Se afanaba en atesorar aquella nostalgia de unos años que transcurrieron sin obstáculos para reconfortar su agitada conciencia. En ocasiones le costaba aferrarse a una realidad que, de tan cambiante, parecía ignorarle sin remisión.

Tras su repentina desaparición había tratado de recordar cientos de veces cuales habían sido las últimas palabras que se habían dicho. Quizá aquella irrenunciable necesidad era tan solo una cándida reminiscencia literaria, pero su memoria parecía decidida a robarle esa última instantánea.

Si bien hubo antes otras, no hubo más después de ella. El impacto del cruento varapalo lo entretuvo hasta bien entrado en los cuarenta y, para entonces, su vida se había acomodado tanto en la soledad que resultaba imposible el rescate. Durante los años posteriores deambuló de un trabajo a otro en busca de un objetivo vital que lo devolviese al mundo que lo rodeaba. Pero su solvencia laboral se veía derrotada en tantas ocasiones por el inmisericorde aburrimiento que la deseada reinserción nunca fue llevada a cabo.

El único beneficio de cualquiera de los numerosos empleos en los que se había ocupado era que lo distraían del paso del tiempo.

El hombre, incauto por naturaleza, ha creído saberlo todo con demasiada frecuencia.

Hubo un tiempo en que los científicos creyeron que el agua podía producirse de manera artificial en los laboratorios. Décadas más tarde se dieron cuenta de que el agua producida mediante estos métodos resultaba tan deficiente en sus propiedades que ni siquiera importaba el desproporcionado gasto energético, económico y ecológico vinculado a su producción.

No fue hasta entonces cuando volvieron de nuevo la vista hacia la naturaleza como único agente capaz de proveer agua. El desarrollo de las técnicas de control climático a gran escala permitió a los gobiernos de los países más avanzados constituir parajes naturales diseñados para la generación de reservas acuíferas abundantes y sostenibles.

No obstante, estos sistemas automáticos de generación de agua, requerían la expropiación de vastas superficies de tierra a los ciudadanos. El entorno debía ser controlado con tanta precisión que las visitas a los centros de producción estaban restringidas al personal técnico encargado de su mantenimiento.

Detrás de las vallas que cercaban las montañas podían verse con frecuencia operarios desplazándose de un lado a otro con sus deslizadores. El complejo sistema que sustentaba las condiciones óptimas de producción de agua requería ajustes que no podían ser inferidos de los datos recogidos por lentes y sensores. Las consecuencias que un parámetro no controlado provocaba en el entorno podían resultar catastróficas.

Resultaba inquietante que el funcionamiento de una tecnología tan sofisticada como vital dependiese en última medida de la humilde percepción de un humano.

La intensidad de los sentimientos evocados no depende tanto de la naturaleza de lo percibido como de su misterio.

El deshilvanado hilo de sus pensamientos lo había guiado, sin apenas percatarse, hasta aquella singularidad inexplicable: 41,87 N 1,23 W. El manantial de Raudamana, como él había dado en llamar, brotaba indiferente en un lugar imposible. Ninguna configuración del sistema era capaz de procesar su insistencia. El manantial era la única fuente de agua no registrada en las decenas de kilómetros cuadrados gestionados por el centro de producción.

El intervalo entre sus visitas al manantial había ido reduciéndose hasta convertirse en un molesto discurrir de tiempo vespertino. La inquietud lo despertaba cada día en la madrugada. Improvisaba un café sin azúcar, comprobaba las condiciones climatológicas que el sistema había programado para ese día, cumplía con sus obligaciones rellenando las decenas de condiciones que definían su responsabilidad en el centro de producción y salía al sendero zigzagueante tras aprovisionar la mochila con impaciencia.

El ritual, que terminaba tras un frugal almuerzo a la vera del manantial, constituía un genuino elixir de ilusión y memoria de sentimientos olvidados. Tiempo atrás nunca hubiera imaginado volver a experimentar aquel variopinto catálogo de sensaciones encontradas. El nerviosismo previo al encuentro, la placidez de la compañía y la zozobra del adiós lo hacían sentirse tan vivo como ajeno.

A menudo, durante el camino de vuelta, se preguntaba exasperado qué ocurriría si no conseguían dar con una configuración del sistema que permitiese procesar aquella deliciosa inexistencia.


II



No recordaba el momento exacto en el que decidió abandonar la abogacía para dedicarse en exclusiva al rescate submarino. Algunas decisiones se toman en algún punto del subconsciente que carece de memoria perdurable. Había dedicado un par de veranos a sacarse el título de submarinismo y, durante los años siguientes, había practicado en ocasionales escapadas de fin de semana.

Con el tiempo en el negocio se la llegó a respetar y fue escalando posiciones hasta convertirse en una de las más solicitadas especialistas del país. La inquietud de los primeros años había sido sustituida por una pulcra profesionalidad. No existía ya la emoción en los rescates, aunque seguía disfrutando de las zambullidas con la misma intensidad que al principio.

En aquella ocasión se encontraba rescatando los cuerpos sin vida de varios marineros que habían naufragado en uno de los arrecifes más traicioneros de la costa norte. Llevaba seis días de inmersiones periódicas alejada de su hogar y, sobre todo, alejada de él. Su presencia la recargaba de la confianza necesaria para afrontar cualquiera de los fatigosos viajes que se veía obligaba a realizar. Un par de días más serían suficientes para poder regresar al abrigo de sus reconfortantes brazos.

Se embutió el traje de neopreno, realizó las comprobaciones rutinarias en el equipo y se zambulló con su compañero al rescate del último marinero que aún quedaba sumergido. El trayecto, como los diecisiete anteriores, resultó monótono y previsible: no entrañaba dificultad y el agua se encontraba en calma. Al subir le hizo una seña a su par, en el mímico lenguaje de los buceadores, para que terminase la ascensión sin ella. Había que sellar el barco y la impaciencia por la vuelta hacía deseable ahorrarse el último viaje.

El nivel de su bombona era suficiente para media hora de inmersión más, tiempo suficiente para completar su tarea y regresar a la superficie con el deber cumplido. Mientras levitaba en sentido inverso hacia el herrumbroso barco descubrió que una fuga estaba provocando que su oxígeno escapase más rápido de lo que había calculado. Convenciéndose de que aquel era uno de los motivos por los que existía la bombona de reserva, siguió su descenso apenas sin inmutarse. La mecánica reiteración de los actos y las ganas de terminar enmascaraban un riesgo que en otra situación hubiese resultado inaceptable.

Tras sellar el naufragio, terminado ya el oxígeno de su bombona, activó la espita que proveía el de reserva. Pero tampoco había aire en esa botella. Entonces recordó como la había apurado en el rescate del mes pasado y recordó, con acuciante angustia, como había pensado un mínimo de diez veces en volver a recargarla. En aquel preciso instante, momento que recordaría toda la vida, fue consciente de la imposibilidad de regresar sana y salva a la superficie.

***

-No podrás ver hasta que no aprendas –retumbó lejana una voz.

Se preguntó de dónde venía esa voz y por qué no era capaz de entender el entorno que la rodeaba. Sentía que algo inexpresable la estaba envolviendo.

-Cuando te hayas acostumbrado –siguió impasible la voz-, comenzarás a sentirte más cómoda. Es solo cuestión de tiempo –sentenció.

-¿Acostumbrado? ¿A qué? –respondió ella sin articular sonido alguno.

-La mente, ahora que no tienes cuerpo, sigue enviando los impulsos a la antigua usanza –razonó la voz-. Trata de conformarte una estructura imaginaria, de esta manera te será más sencillo volver a concentrar tu esencia.

Resultaba una conversación inquietante. Estaba muerta, eso era evidente. Sin embargo, aquel estrafalario purgatorio desorientaba sus sentidos sin solución.

-Tienes que hacer la elección –anunció la voz-. ¿Quieres conocerlas reglas?

-Sí –respondió ella más por el deseo de conocimiento que por el conocimiento de su deseo.

-Agua, aire, tierra o fuego. Esa será tu nueva existencia en la tierra –ofreció la voz.

No le importaba si aquello era una elección universal o si algún griego bajo los efectos de desconocidas sustancias alucinógenas había conocido esa verdad siglos atrás. Lo único que le importaba era la posibilidad de continuar. Y no tenía duda alguna sobre la decisión que debía tomar.