16 noviembre 1995

Malogrado corazón

Descarga la versión en PDF



MALOGRADO CORAZÓN

La musa muerta

Había sido bautizado hacía más de dos décadas con el singular nombre de Domingo Tadeo y su vida transcurría feliz más por la ausencia de inquietudes que por la satisfacción de sueños realizados. Su cabello castaño crecía rebelde en torno a un rostro rotundo. Tenía unos curiosos ojos marrones que se ocultaban pudorosamente tras gafas metálicas y un cuerpo generoso que mermaba su ya de por sí escasa estatura. En los últimos años había ido acumulando en su interior una amplia variedad de experiencias y pensamientos que maduraban astutos en su corazón y le impulsaban a observar el mundo desde su propia perspectiva. Nunca había dudado de la bondad de los que le rodeaban y más de una vez este sentimiento le había arrastrado hacia situaciones embarazosas que nunca sabía como manejar. Bien pudiera ser este el motivo de su extravagante conducta, aunque él nunca lo consideró así. Lo cierto es que se mostraba despreocupado, alegre y siempre dispuesto a la burla. Unas veces trataba de parecer original, extraño y ligeramente infantil mientras que otras decidía ser enérgico, agresivo y excesivamente irónico. Sin embargo, pretendía ocultar su auténtico corazón al mundo.
Su infancia pasó felizmente fugaz pero dio pie a una adolescencia conflictiva. Fue entonces cuando decidió solapar el mundo real bajo un espíritu romántico y soñador que lo acompañaría tenazmente hasta el día en que ella lo despreció. Ocurrió nada más comenzar sus estudios superiores. Mercedes tenía la tez blanca y unos ojos marinos que acechaban el mundo con la desvergüenza adecuada. Domingo Tadeo creyó que merecía la pena tratar de poseer esa mirada. Fue así como decidió concentrar su voluntad en ella. Llegó a convencerse de que amaba a aquella dulce muchacha y en su corazón preparó un espacio para albergar este afecto. En aquella época sentía la necesidad de llamar la atención sobre sí con actos grandilocuentes e impulsivos, por lo que aquellos meses estuvieron engalanados con frases azucaradas, poesías bajo la tenue luz de la luna y flores en el día de los enamorados. No obstante, tanta pasión resultó excesiva para él. La duda comenzó a remover sus entrañas y ya no deseaba a Mercedes con urgente necesidad. El fuego estaba consumiéndose lentamente y nada podría volver a conjurarlo. Coincidió esta realidad con el momento de la decisión. Domingo Tadeo era devorado por el pertinaz acoso del desencanto y pretendió acallar con alcohol la atronadora voz que bramaba dentro de él. Resultó de este ensayo algo tan demoledor como el rechazo y el aturdido corazón permaneció encogido y moribundo durante los siguientes meses. Le costaba trabajo disfrutar de lo cotidiano y todo carecía del sentido necesario. El tiempo discurrió lenta y trabajosamente, la realidad se adueño del alma y cambió la esencia como lo hace el viento. Todo el sentimiento se diluyó en a apatía y el sentido se tornó irreal. Domingo Tadeo tomó la decisión de reemplazar los problemas por la ironía y dejar que la vida se escabullese caprichosa entre sus desganados dedos.
Durante los siguientes meses paseó su espíritu ausente con la ligereza propia de un recién nacido y deformó el universo para acomodarlo a su reducido sentir. Vagaba indiferente y juguetón por los senderos de la vida, buscando nada y recogiendo todo. Fue así como su corazón, poco a poco, rebosó con la vana felicidad que le confería su aislamiento. Se convirtió en un niño incorregible dedicado a juegos de escaso interés y ajeno a cualquier pensamiento o emoción. Casualmente se cruzó en su desordenado existir una joven de confortable sonrisa que lo tuvo ocupado durante un par de meses. Sin embargo, un breve encuentro físico y media docena de cartas no bastaron para sacarlo de su letargo. Aquello terminó y todo volvió por donde solía. Los días se consumían indolentes y el alma seguía pertinaz en su sequía.
No fue sino varios meses más tarde cuando la situación adquirió nuevos matices. Domingo Tadeo vivía en Zaragoza, y todos los años, hacia mediados del mes de octubre, la ciudad se volcaba en la celebración de unas fiestas en honor a su Virgen. Los jóvenes disfrutaban de la tradicional libertad y bullicio nocturno y los adultos desenterraban de entre sus rutinarios hábitos el marchito deseo de la parranda. En el desvencijado sótano de un céntrico bar, durante una de esas noches, el destino obligó a Domingo Tadeo a compartir el comienzo del día con la mujer que vagaría por su pensamiento durante el resto de su vida. Belinda parecía una muchacha menuda e inquieta. Su largo cabello negro ondulaba suavemente entorno a ella; la ropa oscura y el tímido destello de sus ojos moriscos le conferían un aspecto siniestramente adorable. A través de su voz ronca era capaz de evocar el sentido último de la existencia y las razones ocultas de la realidad con argumentos contundentes y sinceros. Si bien nada de esto taladraba el endurecido corazón de Domingo Tadeo, despertaba su aletargado cerebro a la par que predisponía su espíritu para absorber todo aquello que brotase de los labios de la joven. Quedaba estupefacto ante la aparente facilidad con que ella asimilaba la bebida y le fascinaba el imperceptible brillo que reflejaban sus ojos árabes cuando argumentaba acerca del destino. Asimismo compartía su pena y su desconcierto, creía capta sus referencias veladas y deseaba poder detener el tiempo para poder conservarla a su lado. No obstante, Domingo Tadeo no la deseaba.
Reconocía que la curiosidad sexual era uno de los incentivos en las relaciones de los jóvenes que le rodeaban. Éstos se buscaban para descubrir nuevas sensaciones en la penumbra de un local abarrotado o amparados en la soledad de un jardín abandonado. Sin embargo, él nunca había sentido ese tipo de necesidades. Desde su adolescencia, se había ido dando cuenta de que la sensualidad no le importaba tanto como a los chicos de su edad. Creía que era un recurso para sentirse más cerca de quien amaba, pero no lo consideraba como algo esencial. Con los años se acostumbró a disimular esta rareza, pero en su interior cultivaba el intenso desea de experimentar una pasión salvaje y desbordante que lo llevara a los límites de lo físico.
Sabía que Belinda podía ser objeto de su deseo, pero no sentía el potencial capaz de provocar un sentimiento animal por ella. A pesar de esto, deseaba conquistarla. Las noches de invierno se acostaba arropado pensando en ella. Era entonces cuando recordaba a aquel hombre alto de tez oscura que había muerto años atrás. El abuelo de Domingo Tadeo se llamaba Julián. Era un espíritu libre, un bohemio atrapado en el cuerpo grande y gastado de un vividor. Su pasión por la bebida y el tabaco había debilitado su constitución, pero todavía sabía mirar alegremente con sus ojos verde-azulados y lucía un frondoso bigote gris que armonizaba sencillamente con la apostura de su rostro. Tenía alma de poeta y reflejaba su difusa sensibilidad pintando cuadros de paisajes y lugares. Se imaginaba a este galán con cuarenta años menos: enamorando a las mujeres con sutileza estudiada y dibujando bellos lienzos con fantasía medida? La idea de que aquellos genes todavía formaran parte de su cuerpo provocaba en Domingo Tadeo un estremecimiento silencioso. ¡Qué fácil hubiera resultado a su abuelo prendar a Belinda!
Ocurrió la noche del veinticuatro de diciembre. Hacía demasiado frío como para atreverse a salir del acogedor revoltijo de mantas y sábanas que lo envolvía y, sin embargo, el sueño se negaba a otorgarle su descanso. Domingo Tadeo estaba tumbado, con los ojos cerrados, y ocupaba su mente con difusos recuerdos en torno a Belinda: cómo la conoció, la forma de sus ojos, su voz desgastada, las historias que ella le había confiado? Súbitamente la imagen se tornó dolorosamente nítida. Podía contemplar perfectamente la figura de Belinda con su largo y ondulado cabello agitado salvajemente por un viento imperceptible. Vestía una amplia túnica negro que se ceñía a la cintura con una cuerda del mismo color. Sus ojos estaban inyectados en sangre y la piel reflejaba un blanco cegador y sobrenatural. A pesar de no emitir ningún sonido aparente, él escuchaba el penetrante y desgarrado grito de dolor que la figura transmitía. Una mueca de eterna tristeza marcaba su demacrado rostro. Avanzaba hacia él con el brazo derecho extendido delante de sí y su mano, ahora huesuda, lo señalaba acusadoramente. Flotaba lentamente a través de un aire irreal y parecía luchar por alcanzarlo. Ya había logrado avanzar hasta colocarse a escasos centímetros de su rostro, Domingo Tadeo podía respirar confuso el intenso olor mortecino que emanaba. Observó sus labios dulces y llenos, se fijó en las diminutas venas oscuras que se dibujaban bajo su blanca piel y se sintió inevitablemente atrapado por aquella alucinación. Deseó acercarse más a ella, necesitaba tocarla.
Transcurrió una eternidad hasta que sus labios se encontraron. La vio desplazarse por ese medio inmaterial eternamente hasta que consiguió alcanzar aquellos labios fríos que saboreó con impaciencia. Con desesperada violencia cubrió cada uno de los resquicios de su boca. El sabor a tierra húmeda invadió sus sentidos desorientándolo. Y el beso apenas se prolongó un instante, pero el corazón de Domingo Tadeo se contrajo espasmódicamente y se negó radicalmente a bombear durante lo que a él le pareció un tiempo infinito. Abrió bruscamente los párpados y se incorporó boqueando ansiosamente. Al cabo de unos segundos consiguió llenar sus pulmones de aire y así pudo recuperar los latidos de su corazón. Todavía conservaba el crudo sabor de la tierra húmeda en su interior. Su cerebro supo entonces que Belinda había muerto.

La muerte del poeta

Se revolvió agitado en su cama deshecha. El intenso dolor que laceraba su pecho lo obligaba a doblarse sobre sí mismo. Repasaba, con los ojos cerrados, los acontecimientos que lo habían trastornado la noche anterior. Su cabeza construía la imagen de aquel ser diabólicamente bello absorbiéndolo fieramente. Un escalofrío recorrió su entumecido cuerpo y la imagen se desvaneció suavemente. Se levantó para comprobar como un dolor frío llenaba su cuerpo y le obligaba a ponerse de rodillas. Se sentía débil y acobardado. Caminó en el límite de la conciencia hasta llegar al cuarto de baño. Necesitaba sumergirse en agua tibia para recuperar el control de su deshilachado ser. Tras abrir el oxidado grifo de la bañera, comenzó a desvestirse con pereza. Al poco levantó la vista y pudo verse reflejado por el ovalado espejo. La sorpresa y el horror que le produjo aquella imagen sangrante hicieron que su cerebro recuperase el sentido de la realidad de inmediato. Vio su rostro que parecía carecer de labios. El lugar que éstos debieran haber ocupado estaba cubierto por una espesa costra de sangre coagulada que bajaba como un torrente hasta su pecho. El blanco de sus ojos había sido sustituido por un rojo carmesí. Los pómulos estaban astillados y hacían que la piel se distribuyese en pequeños montículos afilados a lo largo de sus carrillos. La nariz rota estaba teñida de escarlata y se había deformado monstruosamente hacia el lado derecho? El suelo recogió el inevitable desmayo.
Nunca supo cuanto tiempo transcurrió hasta que abrió los ojos y se encontró postrado en la cama de aquel hospital. Después de soportar el tumulto de lágrimas y gritos que produjo el hecho, sus familiares le explicaron que lo habían encontrado tendido en el suelo con aquellas repugnantes marcas en la cara. Con el paso de los días habían perdido la esperanza de que recuperase el sentido. No sabía qué le había ocurrido, pero el doctor les había dicho que su cerebro estaba bien y que sólo eran heridas superficiales. Es posible que su rostro quedase un poco desfigurado, pero los cirujanos habían hecho un buen trabajo. Se alegraban de tenerlo nuevamente entre ellos y deseaban estar con él a cada momento. Tenía que explicarles muchas cosas pero no se sentía con fuerzas para ello. Los tranquilizó diciéndoles que se encontraba bien y que podía recordar las cosas correctamente. Pasó en aquel lugar dos semanas más, con la cara cubierta por gruesos vendajes y la impresión de recuperarse de un vulgar accidente. Finalmente retiraron todas las vendas de su rostro y pudo observar el correcto trabajo al que lo habían sometido. Su cara aparecía más pálida, sin duda por la pérdida de peso que había experimentado, pero en general conservaba los rasgos que le habían definido anteriormente. Sólo podía apreciarse un corte profundo en el labio superior que formaría con el tiempo una profunda cicatriz vertical. Se sintió a gusto consigo mismo por primera vez en muchos días y se preparó para volver a casa. Los médicos y enfermeras habían sido muy amables con él, así que encargó pequeños regalos para todos ellos. Volvía a ser un hombre libre y las fuerzas volvían a él progresivamente.
Paseaba despacio hacia su apartamento. A su derecha caminaba su hermana portando una pequeña maleta que contenía los objetos que lo habían acompañado el mes anterior. Al cabo de quince minutos llegaron al portal de la casa. Subieron las escaleras despacio y se pararon en la puerta de su cuarto. Él la despidió con un beso en la mejilla.
-Sí, estoy bien. Puedo quedarme sólo ?dijo él tranquilizadoramente- ¡Vete si no quieres que te eche con una patada en el culo! ?añadió con ironía.
Ella se alejó reticente y le hizo prometer que la llamaría si no se encontraba bien.
Lo primero que hizo al entrar en la habitación fue descalzarse y tumbarse en su cama de madera. Su mirada estaba perdida en algún punto del techo, pero su pensamiento ya comenzaba a plantear las numerosas preguntas que lo habían acosado durante su convalecencia. No sabía por qué nadie le había preguntado la causa de su accidente. Había pasado increíblemente inadvertida tanto para sus familiares como para los médicos. Es posible que sus padres hubiesen preferido no juzgarlo y evitarán indagar acerca de este punto. En todo caso, el tema era demasiado embarazoso como para hablar de él con los que le rodeaban. Así que decidió que lo mejor era olvidarse de aquello y acogerse al pacto de silencio que parecía haber establecido con los miembros de su familia. Pero había una inquietud siniestra y extraña que lo acechaba desde la noche del sueño. En su cabeza bullían inquietas y electrizantes palabras. Se sorprendía componiendo versos improvisados con llamativas rimas y vocablos perfectos. Era capaz de formar poesía con la misma facilidad que un bebé aprende a hablar. En sólo dos semanas había perfeccionado sus composiciones alarmantemente. Se ayudaba de un pequeño cuaderno de hojas rayadas para recordar aquellos versos que le parecían más interesantes. Todos hablaban de amor y la mayoría eran oscuros y amenazadores. Sabía que lo que le pasaba estaba relacionado con la muerte de Belinda. Sentía tristeza por su pérdida, pero una especie de premonición lo alertaba de que ella no se había marchado completamente.
Dedicó el resto de la semana a poner en forma su aletargado cuerpo, aunque su mente no conseguía progresar de la misma manera. Seguía atrapado en el recuerdo de Belinda. Veía su rostro blanco acercándosele ferozmente. Oía sus ligeros pasos por los largos pasillos. Por las noches se acurrucaba bajo la manta esperando evitar su presencia, pero ella aparecía puntualmente para llenar sus pesadillas. El cuaderno de anotar poesías estaba prácticamente lleno, pero de su interior seguían bullendo nuevas y mejores palabras. Trataba de relacionar este hecho con las visiones que lo acechaban, pero no conseguía sino un fuerte y continuado dolor en la base del cráneo. Finalmente se decidió a visitar la tumba de Belinda. Pensaba que de esa manera podría enlazar aquellos retazos de historia que circulaban impunes por su cerebro. Se enteró de que la habían enterrado en un pueblo cercano a la capital. Sus padres vivían allí y ahora que ella había muerto querían tenerla a su lado. Preparó todo lo necesario para el viaje y condujo impacientemente hasta el pueblo.
Era una tarde clara, el viento soplaba frío del este y los árboles agitaban ruidosamente sus desnudas ramas. El cementerio era un campo de hierba verde que se extendía delimitado por muros grises. Estaba situado en las afueras de la ciudad. Las lápidas y cruces blancas estaban clavadas en la tierra con un paralelismo perfecto. Se sentía invadido por la paz que le infundía aquel espectáculo. Paseó largo rato entre las tumbas, fijando su mirada de vez en cuando en los epitafios y nombres grabados en las piedras. Casi por casualidad descubrió el lugar donde descansaba el cuerpo de Belinda. Numerosas flores cubrían el suelo y a través de ellas surgía una piedra blanca y lisa en la que habían esculpido su nombre con letras negras. Se puso en cuclillas para poder guardar cada detalle de la escena en su cabeza. Quería retener aquel lugar del camposanto por razones que todavía desconocía. Sintió la oscuridad del anochecer y consultó el reloj mecánicamente. Eran más de las diez de la noche. Tendría que regresar pronto a la capital si pretendía dormir algo. Se disponía a marcharse cuando se dio cuenta de que las puertas del recinto habían sido cerradas. No se veía a nadie en toda la extensión del cementerio. Trató de saltar los muros, pero se encontraba demasiado débil para superar aquella altura y no era posible trepar por ellos. Desgastó su garganta gritando desde la puerta que alguien lo sacara de allí, pero no obtuvo respuesta.
Acabó sentado, con la espalda apoyada contra la lápida de Belinda. No culpaba a aquella buena gente del pueblo de haberlo dejado encerrado. Debía haber informado al guardián de su visita para que éste pudiese haberlo avisado al cerrar. No había manera de salir de allí, así que se resignó a pasar la noche en aquel prado hollado de tumbas. Los cementerios nunca le habían inspirado temor, sin embargo algo en su fuero interno le suplicaba que se alejase de aquel lugar. Se acomodó lo mejor que pudo, con el frío colándose por las rendijas de su abrigo y sintiendo la blanda tierra debajo de su cuerpo. Intentó mantenerse despierto para estar preparado en el caso de que el guardián decidiera darse un paseo en mitad de la noche. Supuso que no lo haría, puesto que nadie estaba interesado en profanar el viejo cementerio de un pequeño pueblo, pero era una posibilidad que no quería dejar escapar. Calculó que el frío sería más intenso en las siguientes horas y se propuso realizar ejercicios para combatirlo más tarde. Pero de momento prefería entregarse a la modesta sensación de comodidad que le producía la posición que había adoptado. Permaneció tumbado hasta que el frío se hizo insoportable. Entonces pensó en levantarse para caminar un rato. Mientras se incorporaba escuchó un crujido a su espalda. Se giró con cierta precaución, diciéndose que aquello era producto de la imaginación y que no había nada que temer en aquel lugar. La luna llena bañaba con su luz plateada la lápida que le había servido de apoyo. La inusitada claridad de la noche era suficiente como para apreciar el cementerio en su conjunto. Observó la explanada que tenía ante sí. Las piedras proyectaban sus sombras sobre un mar de olas formadas de hierba agitada por el viento. El muro aparecía inalcanzable y poderoso en los límites del recinto. Una sensación de insignificancia lo abrumó en aquel momento. Parecía atrapado en un mundo extraño y se sentía ajeno a todo lo que allí sucedía.
Escuchó un nuevo crujido que parecía proceder del centro de las muchas flores que se amontonaban a sus pies. Todavía se hallaba delante de la tumba de Belinda. Las flores comenzaron a moverse casi imperceptiblemente. Poco a poco se elevaban del suelo y se iban juntando con las hojas caídas para formar una extraña figura a la par que el corazón de Domingo Tadeo aceleraba su latido frenéticamente. Se arrastró, como un cangrejo, tratando de alejarse de aquel cúmulo de hojarasca. Éste había alcanzado ya las dimensiones de un ser humano y comenzaba a deformarse para adquirir también sus formas. La improvisada masa fue tomando consistencia y ya no se podían reconocer los elementos que la formaban. El viento aullaba rabioso en torno a ella y la moldeaba con precisión y rapidez. Domingo Tadeo se quedó inmóvil, observando como la imagen de Belinda emergía a través de aquel torbellino.
Estaba despierto y despejado. A escasos metros de él, una mujer surgida de la nada lo miraba con ojos suplicantes. Entonces supo que lo ocurrido aquella fría noche de diciembre no había sido un sueño. La miró largamente, sobrecogido por la negrura de sus ojos. Se sabía petrificado contemplando a aquella Belinda en blanco y negro. Observó su cuerpo agarrotado por un calambre eterno y leyó en sus labios la dolorosa llamada. Quería acudir a ella, deseaba estrecharla con sus entumecidos brazos y entregarse a su incierto destino. Se acercó caminando como un zombi. Su cuerpo se estremecía como un junco mecido por el viento. En su interior sólo guardaba el impulso de seguirla. No vaciló cuando se sintió atrapado en aquel abrazo ardiente y desgarrador. Besó nuevamente sus labios fríos y disfrutó del sabor de la tierra húmeda. Se entregó por completo a aquel bello ser que absorbía su voluntad y maltrataba su cuerpo. Descubrió un ciego instinto animal lo guiaba a través del deseo. Sintió el éxtasis cuando el espectro poseyó su delicado cuerpo con exacerbada rabia. Cayó rendido al suelo desde algún lugar remoto y comprobó como la escasa vida que le quedaba abandonaba su cuerpo. No recordaba haber sido tan feliz en toda su azarosa existencia. Dedicó sus últimas fuerzas a garabatear en su cuaderno para anotar poesía los versos que lo haría célebre durante una generación.
El guardián del cementerio encontró os restos de un hombre cerca de las ocho de la mañana. Estaba tumbado sobre un inmenso charco de sangre reseca y su mancillado cuerpo parecía una caricatura de lo que una vez fue. La familia del muerto recibió la noticia al mediodía, ya que el cuaderno de anotar poesía, con su nombre y dirección, había sido rescatado milagrosamente del amasijo de huesos y carne desgarrada que una vez fue Domingo Tadeo. Fue así como llegaron sus poemas hasta nosotros, aunque a veces pienso que quizá él sólo fuese un mero intérprete de los espíritus...

16 de Noviembre de 1995